Arturo del Burgo

Lo teníamos claro desde que comenzó la legislatura. La crisis económica ha desbordado al gobierno de Zapatero y el presidente se encuentra incapaz de resolverla. Se ha dado cuenta de que ya no valen las sonrisas, los ojos azules ni los actores de cine a su lado, ahora toca gobernar y tomar medidas, y en ese papel no se siente cómodo nuestro presidente. Se suponía que en un par de tardes iba a aprender todo lo necesario para convertirse en el regidor de nuestros destinos económicos, pero una cosa es gobernar con las arcas llenas, gestionar la herencia del anterior ejecutivo, y otra muy distinta solucionar una crisis con tintes dramáticos. Si los trabajadores de la Ford tienen que confiar sus puestos de trabajo en nuestro presidente que Dios les pille confesados. 

Pero, no obstante, Zapatero tiene un plan. Como siempre, confía en sus fuegos de artificio y en sus propuestas-titular para que la gente olvide la gravedad de la situación y se quede en las anécdotas. Pero lo cierto es que, en este caso, lo va a tener más difícil de lo habitual, pues la charlatanería y las huecas palabras tienen menor calado cuando el oyente es un parado, un padre de familia numerosa que no llega a fin de mes, un mileurista o cualquier otro ciudadano que no puede escapar de la crisis.Y como es consciente de que va a tener que emplear toda su imaginación para distraer la atención de los ciudadanos, vuelve a la carga con los temas que crispan a la gente. Si logra distraer la atención, con cualquier tema, eso es lo de menos, su desgaste político como consecuencia de la crisis será menor.

El aborto parece convertirse en el tema estrella de la temporada y el Gobierno ha encargado la ley más reaccionaria y radical posible; poco importan las consecuencias, poco importa que estemos hablando de vidas humanas que vamos a asesinar legalmente, nada de eso tiene relevancia sin con eso ganamos unos puntos en los sondeos electorales. La falta de principios abruma, asusta y nadie puede quedar indiferente ante un desafío como éste. Aunque con ello el gobierno gane la batalla de la distracción y consiga que los medios dediquemos espacio a este tema en detrimento de la crisis económica, no hay nada más grave ni debate más justificado que el que tiene por objeto defender la vida de seres inocentes.

Plantean permitir el aborto con fetos de veintiuna semanas. Una verdadera salvajada, aunque también lo es con veinte, diecinueve y con tres días de vida. Desde estas páginas dedicaremos de ahora en adelante una sección a mostrar la opinión de juristas de reconocido prestigio en contra del aborto; como el gobierno ha encargado un informe a varios expertos (en su mayoría, afines al aborto) y prefiere obviar los argumentos en contra, desde aquí los daremos con un enfoque jurídico. Lo mismo haríamos si el ejecutivo intentara imponer la pena de muerte o tratara de permitir la eutanasia: en la defensa de la vida no cabe contradicción ni excusas, y exige el compromiso de todos.

Una distracción peligrosa la que plantea el Gobierno, que se llevará por delante la vida de miles de seres humanos

Cuando se habla de inmigración el lenguaje y las formas adquieren un significado especial. El riesgo de caer en argumentos xenófobos y racistas es alto, y una sociedad que albergue tales defectos tiene una bomba de relojería en su interior que explotará tarde o temprano con terribles consecuencias. La inmigración ilegal es, para muchos, sinónimo de delincuencia y de abuso de nuestro sistema de bienestar. Hay quien atiende a los datos facilitados por las instituciones penitenciarias que muestran el elevado número de inmigrantes en las cárceles para justificar la simbiosis inmigración y delincuencia. Otros arremeten contra nuestro sistema por dar cobertura, fundamentalmente sanitaria, a todo el que pise el país sin haber cotizado ni contribuido a su mantenimiento económico. Son las dos principales imágenes que la gente asocia a inmigración ilegal y ambas están equivocadas.En primer lugar, inmigrante ilegal es una persona que puede llevar incluso dos años trabajando en nuestro país pero que no tiene contrato fijo ni, aunque pudiera tenerlo, el hecho de llegar a España antes de contar con una oferta laboral le impide hacerlo. Salimos a la calle y miramos a nuestro alrededor y, sin saberlo, miles de personas están en dicha situación. No son, por tanto, delincuentes. Es también lamentable la segunda de las críticas. ¿Qué debemos hacer cuando una persona ha tenido un accidente de coche, o va a dar a luz, o sufre un infarto o se rompe una pierna? ¿Pedirle su permiso de residencia antes de atenderle? Las puertas de los hospitales y las manos de nuestros médicos no están para curar españoles enfermos sino para sanar pacientes, sea cual sea su origen. Es cierto que no contribuyen a la Seguridad Social, como también lo es el hecho de que si tuviéramos que sacar la cuenta a cada ciudadano de lo que aporta a las arcas sanitarias y lo que gasta de ellas más de uno se llevaría una sorpresa. Los inmigrantes tienen un indudable papel en el hecho de que nuestro país pudiera alcanzar las cotas de bienestar que hemos logrado hoy día y durante ese proceso de bonanza económica nadie dijo nada. Nuestros campos eran recolectados por ellos, nuestros niños y abuelos cuidados por ellos, nuestras casas limpiadas por ellos, nuestros restaurantes atendidos por ellos, nuestros productos repartidos por ellos… a la inmigración, a las personas que hicieron los trabajos que una sociedad universitaria como la nuestra no quería desempeñar, les debemos el haber podido llegar donde hemos llegado. Ahora las cosas parecen torcerse, el trabajo empieza a escasear y nos comienzan a molestar la presencia de inmigrantes en la cola del paro, compartiendo futuro incierto con el resto de españoles. Algún desdichado italiano quiere incluso meter en la cárcel a todos aquellos inmigrantes que, pese a que buena parte de ellos trabaja (¿de qué viven sino?), no tiene papeles en regla; una paradoja especialmente dañina cuando quien promueve dicha ley antipersona es el primero que debiera haber pisado una celda para rendir cuentas por los múltiples escándalos de corrupción que ha cosechado.No se debe tampoco lanzar un mensaje de puertas abiertas, de que cualquiera pueda colarse por la frontera y entrar en el país sin un permiso de trabajo, pero el riesgo que tenemos de caer en argumentos populistas, habitualmente de corte xenófobo, es alto y peligroso.Y este mensaje no debe chocar con necesidad de luchar contra la delincuencia. En modo alguno. Desde este medio hemos abogado por un incremento de las penas en determinados delitos como la medida más efectiva en la lucha contra la delincuencia y, en consecuencia, como la forma más eficaz de garantizar la seguridad de nuestra sociedad. Pero en este campo importa bien poco que el delincuente sea de Cáceres, Marrakech o Sierra Leona. Si alguien salta la valla de un chalet para robarlo, viola a una joven o vende droga en las calles debe caer todo el peso de la ley (y cuanto más pesado mejor) sobre sus hombros, sin importar su nacionalidad. No hay que diferenciar entre inmigrantes buenos y malos, entre los que vienen a trabajar o a delinquir; un argumento perverso que encierra la creencia de que ellos son distintos de nosotros. Hay que diferenciar entre personas buenas y malas, entre ciudadanos de bien (legales o ilegales) y delincuentes, y actuar con firmeza contra aquellos que ningunean nuestras leyes.

La mejor política de inmigración es aquella que vea al inmigrante como un ser humano, como un semejante que no ha tenido la fortuna de nacer en un país como el nuestro y busca un futuro mejor en un país extranjero. Una política que persiga de forma extraordinaria a las mafias que trafican con personas, que los hacinan en las pateras de la muerte a cambio de cantidades millonarias, o que las engañan y obligan a prostituirse una vez aquí. Ese es el verdadero drama y la verdadera lacra contra la que luchar.

Y el violador volvió a hacer lo único que sabe: violar. Un nuevo caso de un preso que cumple su corta condena por violación y sale a la calle, momento que aprovecha para volver a consumar nuevas violaciones. La hipocresía invade nuestra sociedad, incapaz de llamar a las cosas por su nombre por miedo a ser tachado de radical. ¿Pero es acaso extremista el tratar de defender a las niñas de 8 años del violador? ¿Es extremista querer apartar a aquellos que van a seguir violando de nuestras calles? En absoluto. Radical es, al contrario, el que se empeña en colocarse junto al delincuente en lugar de junto a la víctima. Necesitamos penas más duras para luchar contra este tipo de delitos, por el bien de todos.

¿Debe el Gobierno ayudar a Martinsa-Fadesa para salir de la crisis en la que está sumida? ¿Debe, por tanto, la Administración utilizar fondos públicos para ayudar a las empresas a superar sus problemas económicos? Si pudiéramos dar un sí generalizado y no hubiera una sola empresa que no quedara sin ayuda, estaríamos entonces ante un escenario distinto, idílico. Como no es el caso, hablamos de la idoneidad de conceder ayudas concretas a determinadas empresas, ante lo cual, la respuesta debe ser un rotundo no. El dinero público no está para solventar los problemas millonarios de unos pocos a los que una mala gestión empresarial (o cualquier otra circunstancia, es lo de menos) ha terminado llevando. De ser así, parecería que cuanto más grande fuera el escándalo, más millonaria la quiebra y las deudas que acarrea, más legítima sería la intervención del Gobierno. En este momento cohabitan en España miles de PYMES (promotoras auténticas del desarrollo y bienestar en nuestro país) que están atravesando momentos de crisis, problemas económicos con deudas que en muchos casos no llegarían ni a los 60.000 euros, que no salen en la televisión y que sus decisiones afectarán a un puñado de personas. ¿Acaso estos empresarios tienen ayudas, contarán con el favor del ICO, hablarán de ellos en el Consejo de Ministros? Entonces, a todos lo mismo.

Hace unos días los atónitos telespectadores tuvimos la desgracia de presenciar un informativo cuyas noticias principales no dejaban precisamente lugar para la esperanza. La primera noticia era el asesinato de una joven enfermera a manos de un médico residente de 27 años, psiquiatra, ambos, hasta ese momento, con toda una vida próspera y feliz por delante. La segunda noticia hablaba del asesinato por parte de un hombre de sus dos hijos, de cuatro y seis años, así como de su esposa, para terminar quitándose la vida posteriormente. La tercera noticia nos contaba cómo había sido condenado finalmente un hombre que había asesinado a su hijastro de un año porque le había hecho perder una partida a la videoconsola. La cuarta y última noticia era para la joven italiana asesinada por un hombre mientras disfrutaba de sus vacaciones.No era precisamente un telediario fácil de digerir, capaz de atragantar hasta el más duro de los corazones que estuviera presenciando aquel repertorio de crueldades, de sinrazón y violencia sin límite. Dos crímenes supuestamente sexuales, cometidos porque sus víctimas no quisieron mantener relaciones con ellos. Un crimen tan gratuito y baldío (como si no lo fueran todos) como es matar a una criatura de un año por hacerte perder una partida de videoconsola y un asesinato para el que no hay adjetivo que pueda describirlo, por tratarse de un hombre que emprende a puñaladas contra sus propios hijos y su esposa.

Más tarde o más temprano todos los mortales, creyentes o no, hemos mirado al cielo para preguntar cómo puede Dios permitir tanta injusticia y tragedia en un mundo por Él creado. Una pregunta legítima que, sin embargo, debería ir precedida por una reflexión; antes de responsabilizar al más allá, por muy fácil que esto sea, es imprescindible hacer antes examen de conciencia colectiva y autocrítica, pues el peor huracán, el más demoledor de los tsunamis, la más letal de las enfermedades que puede sufrir el ser humano es precisamente el propio hombre, responsable de la mayor parte de las desgracias que ha sufrido la Humanidad en toda su historia.

No corren buenos tiempos para la Administración de Justicia. El caso Mari Luz no ha hecho sino poner en la palestra las deficiencias y carencias a las que se enfrentan los justiciables con la actual gestión. Por si fuera poco, ahora conocemos que la desidia de un Juzgado, su fiscalía y la Policía Judicial han obligado al Supremo a anular la condena de un terrorista que había matado a un agente de la Policía.Seguramente, en los próximos días asistiremos a nuevos casos de negligencia y mal hacer profesional de los jueces, que ahora están, para bien o para mal, en la picota.Bien es cierto que ningún gobierno se ha tomado nunca en serio la Administración de Justicia y ha emprendido una reforma en profundidad que le permita acceder a los estándares de calidad que el ciudadano exige. El último intento fue la famosa Oficina Judicial, presentada a bombo y platillo por el anterior titular de Justicia y que finalmente ha quedado en agua de borrajas: cuando los proyectos faraónicos se presentan sin un aporte presupuestario detrás que permita su desarrollo, nos encontramos con fiascos como éste.El Juez del caso Mari Luz no actuó con la diligencia debida. No hay que ser un genio ni un miembro del CGPJ para darse cuenta de ello. Desconocemos la carga de trabajo del titular del Juzgado y la falta de medios que realmente tenga, y no sólo lo desconocemos sino que poco nos importa cuando hay una vida humana de cinco años en juego. Una cosa es equivocarse, propio de nuestra raza y en su caso excusable, y otra muy distinta dejar pasar tres años con un violador de niños en la calle, sin molestarse siquiera en conocer del asunto.Los médicos también están sometidos a enormes cargas de trabajo. No hay más que asomarse a una puerta de urgencias de cualquier hospital para darse cuenta. Sin embargo, si por algún casual se equivocan con resultado mortal en uno de esos muchos pacientes que aguardan agotadoras colas, seguramente tendrá sobre los hombros una querella criminal y, en su caso, el fin de su carrera profesional. Podría objetar las mismas excusas que estamos oyendo pero nadie le haría caso.El mismo trato, por tanto, exigimos que se de a los profesionales de la Justicia, a aquellas personas a las que pagamos para que nos juzguen con diligencia y buen hacer.

No es momento para corporativismos sino para dar respuesta a una ciudadanía que asiste, atónita, a un lamentable espectáculo. Mari Luz debía estar jugando en su casa, y seguramente así estaría si el violador de niños hubiera estado donde le corresponde, en la cárcel.

La intransigencia y chulería del Ministro “rojo” (término con el que le gusta autodenominarse a Fernández Bermejo) está siendo padecida ahora por los funcionarios de Justicia.Como ya manifestamos desde las líneas de este periódico, a nadie le gusta las huelgas y mucho menos a los ciudadanos, que tienen que sufrir los efectos sin tener culpa ninguna de la situación ni la menor posibilidad de solucionar el problema. Sin embargo, no estamos ante una huelga disparatada ni que pretenda objetivos injustos o exagerados por parte de los sindicatos. En modo alguno. Por cualquiera es comprensible que un trabajador de la administración quiera ganar lo mismo que un trabajador con el mismo desempeño en otra comunidad autónoma, y hoy por hoy en España no se cumple. En las Comunidades donde se han transferido las competencias de Justicia los funcionarios reciben un salario mensual de 1.400 euros, frente a los 1.100 euros que reciben los trabajadores en comunidades dependientes del Ministerio de Justicia. Una diferencia, a todas luces, injusta, teniendo en cuenta que todo el personal está regido y sometido a la Ley Orgánica del Poder Judicial, trabaje donde trabaje, y por tanto, a los mismos parámetros y criterios en todos los aspectos (también el salarial).Bermejo se lanza, como un jabalí herido, al ataque de los huelguistas incómodos, acusándoles de absentismo y de no querer asumir las nuevas tecnologías, con Lexnet a la cabeza. Verdaderamente sorprendente, sobretodo porque, de ser ciertas estas acusaciones, él ha sido Ministro de Justicia y, por tanto, responsable de dichas situaciones a las que debía haber hecho frente. Caso de existir realmente estos problemas, tenían fácil solución por su parte: al absentismo, con sanciones a los funcionarios que no acudan injustificadamente al puesto de trabajo; y a la falta de capacitación para las nuevas tecnologías, con cursos de reciclaje y formación para los funcionarios, tal y como llevan reclamando desde que se puso en marcha hace cinco años la Oficina Judicial, de la que nadie nunca más volvió a oír hablar.Pero Fernández Bermejo se ha revelado como un hombre incapaz para hacer frente a esta crisis. Su carácter autoritario y radical hace imposible un entendimiento con los sindicatos y trabajadores, que tratan de buscar un acuerdo negociado y volver al trabajo lo antes posible.El problema no es de los trabajadores; están ejerciendo un derecho constitucional como es la huelga para reivindicar unas pretensiones que, por otro lado, son absolutamente razonables y justas. El problema es de un ministro que no tiene intención de juntarse con dichos trabajadores, que está tan terriblemente encumbrado en sus propios altares que se ve incapaz de sentarse con el pueblo llano a escuchar sus pretensiones. El problema de la huelga, en efecto, es culpa del Ministro.

Y no es justo que se achaque a la falta presupuestaria (y menos cuando el mismo día el Ministerio de Economía hace alarde de superávit), pues cualquiera que se detenga un minuto a observar la gigantesca maquinaria administrativa y gubernamental, y caiga en la cuenta de la inmensa cantidad de dinero que se despilfarra aquí y allá en partidas absolutamente superfluas e innecesarias, se dará cuenta de que con voluntad se puede habilitar una partida para mejorar en doscientos euros el salario de unos trabajadores fundamentales para la Administración de Justicia.

Redacción

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